miércoles, 8 de agosto de 2012


La pequeña librería de saldo tenía un aire tétrico.
Esa tarde gris de otoño era como si estuviera preparándose, con desganado pesimismo, para una desgracia.
Los dos pasillos de estanterías, atestadas de libros olvidados, simulaban los callejones de un cementerio abandonado largo tiempo. Las apáticas estanterías ordenadas en filas melancólicas recordaban a los mustios panteones de cualquier camposanto.
El característico olor dulzón del papel invadía los sentidos. La tenue luz que apenas entraba por el cristal del escaparate, en cuyos rayos nadaban las luminiscentes partículas, tenía algo de nostálgica tristeza.

En el mostrador, junto a la caja registradora, un ajado ramo de crisantemos perdía sus últimas hojas. Una araña tejía pausadamente su red en una esquina del techo.

El librero paseaba lánguidamente entre las estanterías, colocando con flema los últimos libros recibidos.

Literatura. Novela. Poesía.

Con parsimonia y esmero limpiaba con un plumero los lomos de los libros; como una anciana plañidera lustraría en la lápida el cristal de las fotografías en blanco y negro del hermano muerto hacía más de cincuenta años, de la misma manera que querría abrillantar las letras doradas que dejaron constancia en la piedra gris su nombre y su fecha de nacimiento y defunción.

Un escalofrío recorrió la espalda del librero. Una sensación de inevitable perjuicio le acompañaba desde que entró en la librería, a principio de la tarde. Se sentía tercamente observado, vigilado a pesar de que en el local no había nadie más, ni había entrado nadie desde que él abriera.

Creyó oír cómo alguien pronunciaba su nombre, como en un susurro. Se detuvo para volver la mirada atrás y comprobar de nuevo que no había nadie. El temor y la angustia le embargaron el ánimo en la misma medida en que sintió alivio al no ver a nadie detrás suyo.

Un voluminoso libro, muy pesado, muy deteriorado, se movió en la estantería superior. Estaba encuadernado en piel oscura y sus hojas eran de pergamino quebradizo. Se fue desplazando, lerdo, dejando un caminillo en la fina capa de polvo, con un apagado lamento casi imperceptible de deslizamiento sobre la madera.

Una anciana, de pequeña estatura, vestida de negro de los pies a la cabeza se materializó de la nada junto al dependiente. Tenía las cuenca de los ojos tan negros que parecían dos agujeros sin fondo.
Aunque podía verla, estaba seguro que no era un ser corpóreo. Emanaba de ella una profunda maldad y una cierta amenaza. La aparición levantó ligeramente la cabeza y su mano temblorosa y arrugada señaló lánguidamente hacia la parte alta de la estantería.

El librero miró hacia dónde le señalaba y sus ojos asombrados le mostraron como el volumen abandonaba tristemente, casi con pereza, la estantería para precipitarse hacia él. 
Como a cámara lenta, cayó el libro con fuerza sobre la cabeza del librero, y el librero cayó cachazudamente al suelo de la librería.

Quedó el volumen abierto, junto a la cabeza del librero, por la última página manuscrita. En color marronáceo, con una caligrafía anticuada y temblona, pudo leerse al final de una larga lista en dos columnas, su nombre.

La anciana se inclinó sobre el libro, con cansancio. Poco a poco, serenamente, el libro y la anciana se fueron difuminando, haciéndose traslúcidos hasta desaparecer.

Mientras la sangre formaba un charco, la tarde se convirtió en noche. Y en la puerta, el cartel de bienvenida se volteó y mostró el lado de “cerrado”.

© Lucio González Martínez.
Albacete, a 8 de agosto de 2012.

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