lunes, 20 de agosto de 2012


Decidió intentarlo una vez.

A pesar del terror, del cansancio, de la frustración, del hambre y del dolor, tomó carrerilla y echó a correr como alma que persigue el diablo hacia la puerta abierta de la cabaña.

Corrió a través de la nieve, desafiando el gélido viento de la madrugada. Su pierna derecha volvió a fallar y cayó al suelo, sobre la nieve.

Aulló de dolor y lloró de rabia.

No llegaría jamás. Los lobos lo rodearon.

© Lucio González Martínez.
Albacete, a 10 de agosto de 2012.


Se remueve, inquieto. Nota como dormidas sus brazos y sus piernas. Las manos no le responden, no consigue abrirlas.

Quiere abrir los ojos pero le es imposible. Una fuerza extraña le mantiene aletargado. Le duele la cabeza, en la sien, donde fue golpeado con saña.

Cada vez le cuesta más y más respirar. El olfato es uno de los sentido que le responde. Huele intensamente a humedad. Al inconfundible el olor a yeso fresco.

El otro sentido que en el que confía es el oído. Escucha una melodía tarareada con torpeza y sin sentido del ritmo. Oye como un continuo arrastrar.

Permanecerá emparedado para siempre.

© Lucio González Martínez.
Albacete, a 10 de agosto de 2012.


El sabor de la sangre es ácido y dulzón a la vez. Hace despertar papilas en la boca que nunca antes se habían despertado.

Mastica lentamente, saboreando. Le gusta experimentar como la carne se va deshaciendo lentamente entre sus molares, regalándole ese sabor natural y salvaje.

Seguirá devorando su propio cuerpo hasta que muera.

© Lucio González Martínez.
Albacete, a 10 de agosto de 2012.


Siento la firme empuñadura del cuchillo en la palma de mi mano. Me da seguridad y algo de confianza, aunque sé claramente que sólo es una ilusión.

Apoyo la afilada hoja en mi cara. Siento el frío del metal recorrer mi mejilla, desde la barbilla hasta el ojo. Noto el punzante dolor de la herida, el calor mientras se abre la carne, el manar lento y determinado de la sangre, que baja por mi cuello y mi pecho.

Cierro los ojos, y empuño con fuerza el cuchillo. No veré amanecer.

© Lucio González Martínez.
Albacete, a 10 de agosto de 2012.


Y el reptiliano ser me miró. Con curiosidad, con alegría. Con gula.

Medía más de tres metros de largo, y sus pequeños ojos estaban fijos en mí. Abrió la boca y pude ver sus dientes, tan afilados como navajas de afeitar.

Su lengua bífida, roja, alargada, muy fina, siseó.

Empezó a arrastrarse sobre sus cortas y fuertes patas.

Grité con todas mis fuerzas.

Sólo el eco me respondió.

© Lucio González Martínez.
Albacete, a 10 de agosto de 2012.

miércoles, 8 de agosto de 2012


La pequeña librería de saldo tenía un aire tétrico.
Esa tarde gris de otoño era como si estuviera preparándose, con desganado pesimismo, para una desgracia.
Los dos pasillos de estanterías, atestadas de libros olvidados, simulaban los callejones de un cementerio abandonado largo tiempo. Las apáticas estanterías ordenadas en filas melancólicas recordaban a los mustios panteones de cualquier camposanto.
El característico olor dulzón del papel invadía los sentidos. La tenue luz que apenas entraba por el cristal del escaparate, en cuyos rayos nadaban las luminiscentes partículas, tenía algo de nostálgica tristeza.

En el mostrador, junto a la caja registradora, un ajado ramo de crisantemos perdía sus últimas hojas. Una araña tejía pausadamente su red en una esquina del techo.

El librero paseaba lánguidamente entre las estanterías, colocando con flema los últimos libros recibidos.

Literatura. Novela. Poesía.

Con parsimonia y esmero limpiaba con un plumero los lomos de los libros; como una anciana plañidera lustraría en la lápida el cristal de las fotografías en blanco y negro del hermano muerto hacía más de cincuenta años, de la misma manera que querría abrillantar las letras doradas que dejaron constancia en la piedra gris su nombre y su fecha de nacimiento y defunción.

Un escalofrío recorrió la espalda del librero. Una sensación de inevitable perjuicio le acompañaba desde que entró en la librería, a principio de la tarde. Se sentía tercamente observado, vigilado a pesar de que en el local no había nadie más, ni había entrado nadie desde que él abriera.

Creyó oír cómo alguien pronunciaba su nombre, como en un susurro. Se detuvo para volver la mirada atrás y comprobar de nuevo que no había nadie. El temor y la angustia le embargaron el ánimo en la misma medida en que sintió alivio al no ver a nadie detrás suyo.

Un voluminoso libro, muy pesado, muy deteriorado, se movió en la estantería superior. Estaba encuadernado en piel oscura y sus hojas eran de pergamino quebradizo. Se fue desplazando, lerdo, dejando un caminillo en la fina capa de polvo, con un apagado lamento casi imperceptible de deslizamiento sobre la madera.

Una anciana, de pequeña estatura, vestida de negro de los pies a la cabeza se materializó de la nada junto al dependiente. Tenía las cuenca de los ojos tan negros que parecían dos agujeros sin fondo.
Aunque podía verla, estaba seguro que no era un ser corpóreo. Emanaba de ella una profunda maldad y una cierta amenaza. La aparición levantó ligeramente la cabeza y su mano temblorosa y arrugada señaló lánguidamente hacia la parte alta de la estantería.

El librero miró hacia dónde le señalaba y sus ojos asombrados le mostraron como el volumen abandonaba tristemente, casi con pereza, la estantería para precipitarse hacia él. 
Como a cámara lenta, cayó el libro con fuerza sobre la cabeza del librero, y el librero cayó cachazudamente al suelo de la librería.

Quedó el volumen abierto, junto a la cabeza del librero, por la última página manuscrita. En color marronáceo, con una caligrafía anticuada y temblona, pudo leerse al final de una larga lista en dos columnas, su nombre.

La anciana se inclinó sobre el libro, con cansancio. Poco a poco, serenamente, el libro y la anciana se fueron difuminando, haciéndose traslúcidos hasta desaparecer.

Mientras la sangre formaba un charco, la tarde se convirtió en noche. Y en la puerta, el cartel de bienvenida se volteó y mostró el lado de “cerrado”.

© Lucio González Martínez.
Albacete, a 8 de agosto de 2012.

jueves, 2 de agosto de 2012


Cogió el frasco de perfume y tras abrirlo, acarició con las yemas de sus dedos la pequeña abertura redonda. Recogió unas gotas y con suavidad se tocó la base del cuello, a un lado y a otro.
Cerró el frasco y lo volvió a poner en la estantería.

Se miró en el espejo. Se gustó. Algo sofisticada y algo informal. Perfecta.

Estaba a un punto de despedirse de sí misma mandándose un besito cuando algo raro le llamó la atención. Reflejado en el espejo se veía un brillo, un destello tras de ella. Se volvió y no vió nada en la pared.

Volvió a mirar en el espejo el destello, que poco a poco se iba haciendo más grande y más luminoso.
Toco la superficie del cristal por si era un picado o una mancha. Para nada.
Hizo sombra con su mano, tapando la luz de la bombilla.
El destello seguía creciendo, poco a poco.

Se volvió otra vez para ver una pared de azulejos azules con dibujos marinos, sin ninguna alteración.

Miró de nuevo la extraña luz, y apagó la bombilla pulsando el interruptor.

El reflejo creció y creció, hasta ocupar casi la mitad de la superficie del espejo. En su interior se pudo ver una imagen, como de un cuadro, flanqueada por un borde irisdicente.

En el centro de la luz pudo ver un camino de piedra que atravesaba una campiña de colores anormales y fluctuantes. Pudo ver que en la hierba de colores añiles había como pisadas de seres desconocidos e imposibles. Pudo percibir un olor dulzón, que le despertó un terror infantil y olvidado. Oyó sonidos agudos y estridentes, que le impulsaban a correr sin detenerse. Percibió como un batir de alas gigantescas justo sobre su cabeza.

No volvió a encender la luz. Ni nadie volvió a saber de ella jamás.

© Lucio González Martínez.
Albacete, a 2 de agosto de 2012.